91 AÑOS DE DIARIO EL TIEMPO
Entre un sinfín de historias tejidas en el día a día de EL TIEMPO se inscribe una narrada en primera persona por la autora, y también protagonista, de esta nota. A principios de los años noventa se ubica el relato. Y el Diario fue el medio para que dos ex compañeros de la Secundaria volvieran a encontrarse e iniciar desde aquel entonces un camino que todavía hoy siguen recorriendo juntos.
10 de julio de 2024
Por
Marcela
A. Tolosa
A finales del '91 volví de Buenos Aires con la intención de acomodar algunas cuestiones familiares y personales; y decidida a regresar a la gran metrópoli en no más de un año, para continuar trabajando en editoriales de libros de capitales españoles: había unas cuantas por aquel entonces en el país.
Mientras tanto, necesitaba un empleo aquí. Miguel Oyhanarte me contactó con uno de los integrantes del Directorio de Diario EL TIEMPO y comencé a desempeñarme laboralmente en este matutino a principios del '92.
Gracias a ese mismo miembro del Directorio: un joven abogado con iniciativa y creatividad, ingresamos al Diario, casi simultáneamente, un grupo de personas también jóvenes.
Proveníamos de diferentes ámbitos, con diferentes oficios y profesiones. La mayoría, relacionados con la actividad gráfica periodística y/o su informatización.
Fuimos guiados por dos decanos insignes: los periodistas Miguel Oyhanarte y Alberto Clavellino.
Creo que ambos se sintieron revitalizados con nuestra presencia juvenil; aunque a veces, como es de esperar, se suscitaban interesantes cambios de opiniones.
De entrada, me conquistó mi horario de trabajo: vespertino/nocturno.
Es que he sido (y sigo siendo) un búho, por lo que mis capacidades intelectuales se despliegan con mayor lucidez en la franja de la tarde/noche.
Aún más me subyugó la vertiginosa actividad cotidiana: todo comenzaba y acababa en cada jornada a un ritmo veloz y, por momentos, alucinante.
Las noticias pasaban por el proceso de redacción, tipeo, corrección, fotografía, armado -en las primeras computadoras- e impresión.
¡Cuántas madrugadas esperábamos al pie de la rotativa, para ver cómo había salido una primicia o una crónica importante!
Era adrenalina pura, cimentada con entusiasmo y ganas. También, alguna que otra vez, hemos cometido yerros cuasi insalvables, porque en un periódico se trabaja contra reloj, con los minutos acechando de atrás como espadas filosas.
De esta conjunción de planetas alineados no fue extraño que surgiera una amistad entre los integrantes de la nueva camada, que se reflejaba en largas trasnoches (cuando terminábamos la edición) en alguna casa o bar abierto. Comíamos, tomábamos unas cervezas y se sucedían interminables charlas sobre libros, autores, filosofía, arte, historia...
A veces, antes de ir a dormir, volvíamos al sector de impresión del Diario, y leíamos con avidez la edición en papel que acababa de salir. Es que nos sentíamos parte y protagonistas del matutino.
Fue una etapa feliz.
Y aquí está la otra parte de la historia: no bien empecé a trabajar, me encontré en el mismo Diario con un compañero de Secundaria después de diez años de no verlo.
Él ingresó unos meses antes que yo, en el sector de Diagramación y Armado.
La primera vez que lo vi no estaba segura si me recordaba. Prácticamente, no habíamos tenido contacto en la época de la escuela; era obvio que en los años estudiantiles no nos agradábamos el uno al otro.
Por esas extrañas conspiraciones del universo, diez años después nos hallábamos trabajando juntos. Él era el responsable de la nueva imagen y diagramación del Diario, y de la transición al armado en equipos informáticos.
Si en el pasado existieron barreras entre nosotros, lo cierto es que, a poco de reencontrarnos, fuimos derribándolas una a una; y me olvidé de mi plan de volver a Buenos Aires.
Nos pusimos de novios, luego nos casamos, tuvimos una hija que ahora tiene veintiocho años.
Seguimos juntos, treinta y dos años más tarde, siendo cada vez más nosotros como unidad de toda medida frente al mundo.
Mi querido Diario EL TIEMPO fue nuestro Cupido.
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