91 AÑOS DE DIARIO EL TIEMPO

91 AÑOS DE DIARIO EL TIEMPO

Fea palabra procrastinar...

Como en aquel entonces, cuando su pluma era habitual en las páginas de EL TIEMPO, la autora de esta evocación afronta un nuevo "síndrome de la página en blanco". Y una vez más, sale airosa de esa experiencia, destacando que valió la pena haber formado parte de esta Redacción. También, valorando que siempre habrá un motivo para recordar todo eso que forma parte de su pasado; pero que basta empezar a sacudir un poco para que retorne, de manera escrita, a su presente. En este caso en particular, a propósito del nuevo aniversario de un medio que fue su casa durante más de una década.

10 de julio de 2024

Por

Adriana

Abadie

Cumple 91 años el Diario EL TIEMPO, hoy 9 de julio. Y me invitaron -esto fue hace muchos días- a escribir algo que tenga que ver con mi experiencia de vida allí. Me dijeron que podía extenderme un máximo de 5.000 caracteres, y me dieron tiempo hasta el 20 de junio para enviarlo.

Desde ese momento no dejé de pensar en qué iba a escribir. Aunque en el instante dije que escribiría, claro...

Como hago siempre: a nadie digo "no" y sumo compromisos que dan placer y carga de responsabilidades, en una batalla que yo misma me pongo a librar.

Les debe ocurrir a más gente, porque en las redes sociales tiene nombre y se alude frecuentemente a eso: lo llaman procrastinación.

Lo que me preocupa es haber leído que algunos lo asocian a una forma de depresión.

Yo no quiero ni debo estar deprimida. Lo que a mí me pasa, siempre es otra cosa. Ya forma parte de mi autobiografía presentarme y, al hacerlo, reconocer que lo que peor administro es el tiempo.

Estoy dando vueltas desde el mediodía con la máquina encendida, el Word abierto y yendo del cuarto al living para ver cómo empezar. Porque hoy vencen todos los plazos y, como cuando trabajaba en la Redacción de EL TIEMPO -lo hice durante once años, desde finales del '91 hasta finales del 2002- mi columna siempre llega sobre el filo. Y la adrenalina va implícita en esta carrera, en esta pésima administración que no es más que una manera de jugar con las obligaciones y con las posibilidades de lidiar con "el tengo que" y con el "pero vos podés".

Para justificarme -y de nuevo no poner demasiado para cambiar- sostengo que se empieza a escribir antes de tocar las teclas y de la ceremonia de sentarme a la PC.

En la cabeza sucede el comienzo; allí el estímulo despierta con un recuerdo, con una asociación a cierto lugar, la reedición de un fragmento de diálogo, la cara de una persona asociada a una anécdota... y el camino se va trazando. De la foto a la película; del congelado al trayecto que significa caminar por esos recuerdos y buscarles una estructura para contarlos.

Desde la invitación que Laura me hizo a través de un audio por WhatsApp, todo eso ha estado machacando. Con cal y arena, como la vida hace siempre. Creo que es la mente la que busca esa estructura, la que ordena el caos o al menos lo intenta. Y cuando no le queda más remedio que decidir, nos lleva a las teclas, a desgranar oficio o a ponerle el cuerpo al desafío.

Como periodista, como narradora, como poeta... La cuestión es siempre arrancar. Y se edita, se corrige a la par misma de lo que se escribe. Y es dudar, por ejemplo, si usar o no el verbo: ¿digo arrancar? La cabeza ¿es o no un motor? Y en tal caso, ¿de cuántos tiempos?

No siempre es fácil escribir de lo que nos hizo felices en un tiempo que se ha ido. Menos fácil es, al hacerlo, tener que eludir algunos temas, muchos recuerdos, apuestas que naufragaron, un amor que se perdió por ahí... Siempre es un desafío volver a rascar lo que dolió, coquetear sobre la llaga, volver a ponerse a prueba. Pero en el balance se impone todo lo luminoso, los gestos que nos salvan.

Conversar algo de esto con el hijo que va a cumplir pronto 30 años, y que también recuerda esa etapa vivida como propia, pone un algo más y lo justifica con creces: "Mamá, nosotros fuimos parte del diario".

Lo que sigue es el sonido de la bombilla del mate. Siempre el mate. Como el hilo de Ariadna. Y en todas las secciones de EL TIEMPO.

A esa charla diurna se le suma otra vez el WhatsApp. Ahora es Marcela, la amiga con la que nos conocimos en el Diario y que perdura desde entonces, quien en su nombre y en el de Alejandro -que es su esposo y también mi amigo- me pide si tengo alguna foto para acompañar lo que ellos van a escribir sobre esa época que compartimos. Porque dice que no tienen; o que no las encuentran... Y que el Negro Sotes fue quien los convidó.

Es miércoles y es de noche. Se va cerrando un día que fue intenso, pero la emoción me lleva a buscar las fotos impresas, convencida de que ahí tiene que haber un testimonio gráfico de todo eso, de ese "nosotros" que iba moldeándonos sin que fuéramos tan conscientes.

Al fin y al cabo, es lo que el periodismo me enseñó: lo que se escribe se acompaña con una foto.

Obviamente, no aparece una sola. Son muchas, de distintos momentos que, al juntarlas, cobran un nuevo sentido, provocan un sentimiento valioso, despiertan la certeza de que hay que escribir sobre eso, porque es la única manera de que no muera asesinado de olvido.

No hablamos sobre esta certeza obvia pero los cuatro -Marcela, Alejandro, mi hijo y yo- lo reconocemos así.

El del Diario fue un período lejano y significativo, vertiginoso y pasado. Sin embargo, siempre basta un toque, un llamado para que vuelva a juntarnos.

Es que nos constituye, nos recuerda quiénes somos y que hoy estamos acá porque estuvimos ahí, entonces.

El cóctel es esto: la certeza de que valió la alegría. Y la urgencia de escribir, porque sigue siendo una responsabilidad a la que no debo ni quiero escapar.


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