A 41 AÑOS DEL HUNDIMIENTO DEL "BELGRANO"
Es el único marino radicado en Azul que sobrevivió al hundimiento del Belgrano, el 2 de mayo de 1982, durante la Guerra de Malvinas. Apenas un instante antes de que un misil impactara en el punto neurálgico del Crucero, Ríos había pasado por ese lugar, en el que perecieron decenas de tripulantes. Vio cómo, en menos de una hora, el océano engulló al barco incendiado. Luego de arrojar una balsa, logró rescatar a treinta personas. A la deriva, el grupo fue localizado un día después. Hoy prefiere pensar el acontecimiento como "un fin de semana trágico".
1 de mayo de 2023
ENTREVISTA Y TEXTOS: MARCIAL LUNA
Nací en el Departamento Angaco, en la provincia de San Juan, el 28 de abril de 1953. Años después me radiqué en Azul. Soy azuleño por adopción. Hice las escuelas primaria y secundaria en San Juan. Después, estuve a punto de ser maestro con orientación rural. Y pensaba seguir una carrera universitaria. El maestro rural es toda una vocación: desempeña el rol de maestro, pero también de padre, hermano, médico, enfermero, psicólogo; porque, en medio de la nada, en la escuela hay que hacer de todo.
Yo lo había visto a todo eso, sabía de qué se trataba. Llegué a cuarto año de la carrera. Sólo me faltó el quinto.
Cuando uno va desarrollando la tarea de maestro, antes que un sueldo, es una vocación. Uno va y se queda a vivir ahí, en la escuela, con los chicos. Una parte fundamental del maestro es transferir conocimientos en cada materia, pero en el caso del rural también había que enseñarles a hacer una quinta, a cocinar, muchas cosas.
A la Armada entré por acompañar a mi hermano. Mis padres no lo dejaban viajar solo, porque era más chico. Yo tenía, por entonces, diecisiete años. Le dije que lo acompañaba, pero que me volvía para seguir estudiando. Mi hermano rindió mal el examen, así que no pudo ingresar a la Armada.
En el año 1981 estuve de pase en el Crucero General Belgrano. Más o menos estaba en la mitad de mi carrera dentro de la Armada. Era cabo principal en ese entonces. Tenía 30 años de edad. A los 29, estuve en el Crucero, y a los 30 años participé en la guerra de Malvinas.
Yo ingresé a la Escuela de Mecánica de la Armada el 1 de febrero de 1971 y egresé el 31 de diciembre de 1973. Ahí me salió pase para Puerto Belgrano, al taller de "Óptica y Control Tiro". Tiene varias secciones relacionadas con el control de tiro; es decir, todo lo que es puntería de cañón, radar, óptica, todo eso involucraba el taller. Ahí hicimos un curso de capacitación. Pero mi especialidad fue "Explosivo, Munición y Guerra Química", nada que ver con Control Tiro. Mi especialidad era todo lo que se refería a explosivos santabárbara en el buque y polvorines en tierra.
En Puerto Belgrano estaban los talleres donde se inspeccionaba la munición. No se fabricaba nada. Solamente se inspeccionaba y se reacondicionaba.
Del taller de Óptica y Control Tiro me salió el pase al Portaaviones 25 de Mayo. Estuve un año ahí y me salió el pase para Polvorines del Puerto. Estando allí, a un compañero de promoción que hacía poco se había casado, le había salido el pase. Como la señora recién empezaba a trabajar, no le daba la antigüedad para el pase a ella también. Entonces, él me preguntó si le podía permutar, que en lugar de irse él, me fuera yo. Todavía era soltero, así que no tenía ningún problema y me vine para acá, en el año 1977, al Arsenal Naval Azopardo. Estuve hasta el año 1980, me casé y me salió el pase para Puerto Belgrano, al Crucero General Belgrano. Todo el año 1981 estuve en el Crucero, de pase, y a principios de 1982 me salió el pase a la Escuela de Armas, donde iba a hacer un curso de capacitación. Esa escuela estaba en Puerto Belgrano.
Me encontraba haciendo ese curso en 1982 y a otro que estaba conmigo, pero haciendo el curso de Control Tiro, le salió el pase, como estaba casado con una inglesa, por ese tema, no lo embarcaron a él sino a mí en el Crucero General Belgrano. Como yo había estado el año anterior, no tuve ningún problema de adaptación. Para todo esto ya era el mes de abril de 1982. Estaban dándose todos los preparativos. Las Malvinas ya se habían tomado.
El Crucero tenía misiles Sea-Cat, que eran filoguiados. Esos misiles eran antiaéreos, así que no tenían mucho alcance (5.000 metros). También tenía cañones de 6 pulgadas, había cinco torres de tres cañones cada una; cañones de 5 pulgadas, y cañones de 40 y de 20 milímetros. Ese era el armamento que tenía el Crucero. La tripulación, en ese momento, era de 1.093 personas, y no se componía principalmente de cadetes adelantados de la Escuela Naval, como se afirma en algún libro. El crucero medía 185 metros, 18 de ancho y 37 de alto.
Jorge Ríos (indicado con la flecha) en la balsa, a las 17,10 del 2 de mayo de 1982. Es una de las pocas fotos que existen del rescate de sobrevivientes del Crucero General Belgrano.
El ataque
Yo me embarqué y partimos el 16 de abril rumbo al sur. Salimos desde Puerto Belgrano. Héctor Bonzo era nuestro comandante; y Pedro Luis Galassi, el segundo comandante.
Entramos a Ushuaia para hacer cambio de munición, porque había tenido un problema la de 40 milímetros. Por ese motivo, allí se cambió toda esa munición. Una vez que nos aprovisionamos, se continuó hasta Isla de los Estados. Allí se patrulló, se salió y se entró. El día anterior a que nos hundieran se hizo otro abastecimiento de combustible. Durante la noche, se cubrió "Crucero de Guerra", hasta las seis de la mañana: es como si se estuviera en alerta para un combate. Eso se hacía con guardias. En cambio, en el caso de un combate real, es para toda la tripulación, no sólo para la guardia.
En el Crucero yo estaba encargado de la santabárbara número tres. Cubría el rol de combate en la central de control de averías. Y en combate, era jefe de aprovisionamiento a la Torre. Es decir, debajo de cada torre hay una santabárbara, que es donde se almacena la pólvora y los proyectiles.
Había cubierto la guardia de ocho a doce horas, después empezó mi descanso. Fui y almorcé. Luego, me tiré un rato en la cama. Estaba leyendo un libro tedioso, La colina de los conejos.
En ese momento estaba de camisa, una campera impermeable azul sin el forro de adentro (porque donde cubría el puesto de combate hacía un calor impresionante), y el pantalón de Grafa, así que no estaba muy abrigado. Los uniformes dependían de los trabajos. Los que estaban en cubierta eran los que más abrigo llevaban, y los que estaban en la parte de abajo no, porque era donde hacía más calor. Y si tocaba combate, se seguía con la misma ropa, no había un uniforme especial para ese caso. Lo único que había que hacer era correr para cubrir el puesto de combate. ¿Por qué? Porque cuando sonaba la alarma, se empezaban a cerrar todas las puertas y uno tenía que llegar lo más rápido posible al lugar que tenía asignado para una acción de combate.
Cuando nos embarcamos en el Crucero General Belgrano, las Islas Malvinas ya se habían tomado. Y lo que se conocía era, básicamente, lo que podía escucharse en Radio Colonia. Todos los días se escuchaba esa radio. Era la que estaba diciendo la verdad. Además, las radios de Buenos Aires no tenían potencia, no se alcanzaban a sintonizar.
Más o menos cuatro menos cinco tuve ganas de orinar y se me ocurrió, de pasada, cambiar en la biblioteca el libro que estaba leyendo. Después pensaba seguir descansando. Fui a la biblioteca: cerrada. Así que seguí hacia el baño. Estaba subiendo las escaleras cuando se produjo el impacto. Un minuto antes yo había cruzado donde ocurrió la gran explosión, que fue en el centro del buque; es decir, donde se junta el piso con el techo de la cubierta. Rápidamente el Belgrano se inclinó diez grados. Fueron dos impactos, seguiditos. El segundo, le arrancó diecisiete metros de proa, que era donde estaba todo el depósito de maniobra del ancla, la cadena. De eso no quedó nada. Con el primero de los impactos el crucero se quedó sin luz, sin propulsión, sin nada. Le dieron en el medio, en los centros vitales del barco. En la proa, quedó la torre más próxima medio colgada, solita.
Paulatinamente, el crucero se fue inclinando. Todos trataron de salvarlo para mantenerlo a flote, sobre todos los de Control de Averías, que son los que reparan y hacen todo tipo de arreglos. Pero era tan grande el orificio que el agua entraba en grandes cantidades y, cada vez, se inclinaba más. Nosotros estábamos en alta mar en ese momento, no había nada cerca.
Cuando se ordenó abandonar el buque, el comandante lo hizo a través de un megáfono, porque no había energía para nada, así que las órdenes se impartieron a viva voz o a través de un megáfono. Lo que sí, no hubo pánico en ningún momento, salimos todos ordenados. Precisamente lo que ayudó a que se mantuviera tanto tiempo a flote el buque con semejante orificio fue que, determinadas puertas, estaban cerradas. Es decir, la circulación del agua no fue libre dentro del Crucero.
Detalles de las embarcaciones y de cómo se produjo el ataque al Crucero General Belgrano.
Últimas imágenes
Nos ordenaron abandonar el buque casi a las cinco de la tarde, porque fue a las cuatro o cuatro y cinco cuando le dieron los torpedos. Estuvo aproximadamente cuarenta y cinco minutos a flote el crucero.
Yo no vi el hundimiento total. Vi cuando desapareció el mástil, que fue lo último en desaparecer. Trescientos veintitrés fueron los fallecidos por el ataque y hundimiento del Crucero General Belgrano.
Algunos de los tripulantes saltaron con chalecos salvavidas. En la balsa no había. Yo vine sin chaleco, como la mayoría de los que estuvieron en nuestra balsa. Porque, además, los del barco eran de telgopor, que realmente eran incómodos. Algunos se los pusieron y después los terminaron tirando. Lo habían aprendido: cuando tocaba "zafarrancho de abandono", cada uno tomaba su chaleco y se lo colocaba.
El submarino inglés que produjo el ataque fue el Conqueror, que era nuclear. Yo tengo entendido que ese submarino nos venía siguiendo desde hacía unos cuantos días. Los torpedos que disparó eran los MK-8. El día 1° de mayo nos habían visto en la maniobra de aprovisionamiento de combustible.
El Belgrano no lo pudo detectar al submarino inglés porque no tenía sonar. El radar está en la superficie, el sonar está debajo del agua, pero cumple la misma función. Lanza un impulso y recibe el eco. Es el mismo principio del murciélago. Lo mismo ocurre con el radar.
La gran mayoría de los fallecidos del Belgrano murió con el ataque del primer torpedo, que dio debajo de la línea de flotación. Allí era donde estaban las máquinas, los generadores de energía. El barco se quedó sin nada, prácticamente. Todo eso explotó y arrasó hacia arriba. Produjo el hueco, y comenzó a salir humo, todo lo que alimentaba las calderas. Salió vapor, agua y petróleo caliente.
Cuando yo estuve en el año 1981, eran poco más de setecientos en la dotación del Belgrano, pero cuando fue la guerra iban 1093. Era toda gente nueva que, prácticamente, no conocía el buque. Yo tengo un compañero ahí, que lo perdí, no sé dónde quedó. Con él ocurrió algo raro: hay personas que se sienten morir con mucha anticipación. Era un amigo, de la dotación del Belgrano, que también había embarcado en abril de 1982 con los demás. En un momento, me dijo: "Vení, vamos a comer algo". Estaba con una copita encima. "Mejor a la noche", le contesté. "No", me insistió, "a la noche va a ser tarde". Eso fue al mediodía del 2 de mayo de 1982. Y cuatro horas después nos hundieron.
Él murió ahí. Nunca se enteró lo que le pasó.
Componentes de la balsa utilizada en el hundimiento del crucero y en la que Ríos logró rescatar a 30 de sus compañeros.
Los planos
Ni bien se produjo el impacto, llegó un olor muy fuerte; tanto, que quemaba las vías respiratorias. Un humo negro muy intenso. Ese olor tan fuerte se nos impregnó y lo tuvimos tres o cuatro días. En realidad, no era petróleo sino fueloil, que es un derivado del petróleo.
El ataque con los dos torpedos, al buque, lo sacudió por completo. Donde se abrió el hueco era, supuestamente, la parte acorazada que tenía el crucero. Es decir, el centro del Belgrano tenía una coraza. Es evidente que los ingleses del Conqueror tenían los planos de dónde había que apuntarle para poder hundirlo.
El comandante Bonzo fue el último en abandonar el barco, junto con Ramón Barrionuevo, que era un suboficial segundo artillero. Es el que le dijo a Bonzo que, si no se tiraba, él tampoco. Juntos hicieron la travesía. Lo acompañó a Bonzo en todo momento.
Cuando el crucero desapareció de la superficie, se escuchó una explosión. Supuestamente, fue la caldera la que estalló, por el cambio de temperatura. Desde la balsa, nosotros vimos cómo salió el vapor.
El Belgrano, cuando se hundió, no produjo nada. La balsa de Bonzo pasó por arriba del crucero y no la chupó. Nosotros pasamos muy cerca de la proa, que estaba destruida, así que con los remos empujamos y pudimos alejarnos. Nos salvamos a duras penas de que se nos pinchara la balsa en ese momento, mientras el crucero continuaba hundiéndose.
La gente, que estaba trabajando y trataba de evitar la entrada de agua, siguió un poco más, pero el resto se fue a la cubierta principal. Cada uno tenía asignada una balsa: cuando tocaba "abandono", había que dirigirse hacia esa balsa. Eso estaba establecido desde el momento en que se subía al buque: se le asignaba un puesto de combate, un puesto de trabajo y una balsa. Además, a todos nos habían dado la "chapita de vida", que tiene el número de matrícula y está perforada al medio.
Las acciones realizadas por el crucero desde el 1 de mayo de 1982. Fuentes de infografías: Asociación Amigos del Crucero General Belgrano.
La balsa 21
Subí a cubierta y fui a la balsa que tenía asignada, que era la número veintiuno. Cada uno salió como estaba en ese momento. O como pudo, según el caso. A uno, que justo bajó para el camarote de oficiales, le pedí que volviera con una manta. Con esa manta pude tapar a un tripulante que se tuvo que tirar en calzoncillos al agua. Lo subimos a nuestra balsa cuando estaba congelándose. Lo tapé con esa manta y fue lo que lo salvó.
Muchas balsas se pincharon. Esas balsas estaban envueltas en una cubierta de fibra de vidrio. ¿Qué ocurrió? Algunas esquirlas de fibra de vidrio pincharon, así que no pudieron utilizarse.
Tiré la balsa al océano, me tiré y, una vez en la balsa, empecé a rescatar gente. Ese tipo de balsa, que es de color naranja, tiene capacidad para veinte personas y viene equipada con todos los elementos necesarios para la supervivencia. Por ejemplo, traía un potabilizador de agua, que se produce a través de evaporación, aunque para la zona en la que estuvimos no era el adecuado. Más bien se había hecho para la zona del Caribe. Traía raciones de comida, raciones de agua, medicamentos básicos (para la colitis, el dolor de estómago, de cabeza); es decir, traía todo lo que una persona necesita para sobrevivir en una situación así.
En el caso de mi balsa, en lugar de venir veinte, terminamos siendo treinta y uno. Es decir, un cincuenta por ciento más de lo aconsejado para su capacidad. Tuvo que ver, en parte, con todas las balsas que se pincharon y no funcionaron.
Yo levanté mucha gente del agua, por el hecho de caer primero en la balsa. Fuimos tres personas las que tuvimos actividad constante en la balsa. Yo fui uno, el cabo principal Aceto fue otro y el teniente de fragata Stuart, el restante. En ese momento pude ver un hecho de grandeza, en medio de una situación límite. Porque, en esa situación, el tiempo para sobrevivir en el agua del que se dispone no es mucho, son apenas unos minutos. Yo estaba levantando gente del agua. Para ello usaba los remos de la balsa, que no son muy largos, sino que tienen unos setenta centímetros. Había un conscripto en el agua, un poco más lejos, y cerca de la balsa estaba el teniente Stuart. Le acerqué el remo al que estaba más cerca, pero el teniente Stuart me dijo, señalándolo al conscripto: "Ayúdelo a él, que tiene menos posibilidades. Yo aguanto un poquitito más". En cuestión de escaso tiempo, pude sacar del agua a los dos. Después me enteré de que el teniente Stuart tenía familia y el conscripto era soltero, pero allí primó la solidaridad. Esa actitud me quedó marcada para toda la vida.
El ochenta por ciento de la gente que vino en mi balsa fue levantada del agua. Estaban todos mojados. En ese aspecto, favoreció mucho la cantidad de gente que traía. Al estar todos apretados, el mismo calor de los cuerpos ayudó a mantener una temperatura más adecuada, para no congelarnos. No era agua congelada la del océano, pero estaba muy frío. Y había mucha sensación térmica bajo cero, a lo que se sumaba el oleaje, la llovizna, el viento que había, que era algo impresionante.
Allí en la balsa, no digo que fue el día más corto de mi vida, pero se perdió noción del tiempo; mucho más al estar uno en actividad y haciendo que los demás se mantuvieran activos para que no se congelaran.
La balsa tenía arcos de goma que se inflaban. Encima de esos arcos había un techo que nos protegía de la lluvia y de las inclemencias del viento. Ni bien la arrojé al agua, la balsa automáticamente se infló, a través de un dispositivo de aire comprimido que se disparó solo cuando la balsa hizo contacto con al agua. Se infló de esa manera y ya quedó armada.
Esas balsas tenían forma de semicírculo, con un techo que las cubría totalmente. En el medio de la balsa había una barrica. En el caso nuestro, era de madera terciada. Adentro estaban todos los elementos de supervivencia, inclusive el equipo de pesca, un espejo para hacer señales, linterna, silbato, repelente para tiburones (que era una anilina que se arrojaba al agua: nuevamente, muchas de esas cosas estaban pensadas para zonas tropicales y no para el sur). No había sol donde estábamos. Era una penumbra constante. Un día normal allí, de sensación térmica, es bajo cero. Por eso mismo una persona en el agua no lograba sobrevivir muchos minutos.
En un momento así, lo que menos piensa uno es en comer. El noventa por ciento de la gente estaba shockeada y muchos no salieron de ese estado hasta que nos rescataron con el Aviso.
Todos íbamos apoyados contra el respaldo. La balsa tenía un aro de goma que nos servía de respaldo. Como había tanta cantidad de gente, no teníamos espacio suficiente, así que desarmamos la barrica, repartimos todo a los costados de cada uno de nosotros y, lo que no era útil, se arrojó al agua. En nuestro caso, inclusive, tiramos los zapatos al mar. Nos quedamos con las medias puestas nomás, porque hacía peso y al haber tanta gente, la balsa se podía romper con algún roce o pisotón. Tiramos todo el exceso, porque lo cierto es que ya teníamos demasiado peso para lo que podía soportar la balsa. Por eso, tratamos de alivianar y, a su vez, que todos fueran lo más seguros posible. Armamento no se llevaba. Sólo el oficial porta una pistola, para un caso de insubordinación o para que no cunda el pánico. Ante un caso así, hay que sacrificar a la persona. Ese es el protocolo que había. Cada balsa tenía un oficial que era jefe de balsa.
El temporal
La ración de comida es un paquete que contiene varias tabletas de raciones, las leyendas están en inglés: Survival Food Pack, producida por la compañía S.O.S. Food Lab. Inc. Es Made in U.S.A. También las señales de emergencia estaban escritas en inglés, no sólo las cajas de raciones y bolsas de agua: Emergency Drinking Water, Eau potable drinkwasser, de 125 mililitros, producida por la compañía Datrex, de Estados Unidos.
Con la tormenta, ese día, tuvimos olas de diez, quince metros. La balsa, al ser flexible, adoptaba la posición de la ola. Tuvimos viento y llovizna. Ese viento fue el que nos desplazó más de setenta millas, con rumbo hacia la Antártida.
El protocolo establecía que las balsas debían ir atadas, unas a otras. Que debían tratar de agruparse todas las balsas, para poder ser detectadas. Era sólo por esa cuestión. Para que no saliera una para cada lado. Pero, en nuestro caso, fue tan grande el temporal que las podía terminar rompiendo a todas, así que se resolvió que se desataran las balsas. Las pocas que estaban unidas, fueron desasidas.
El temporal se medía por el oleaje y el tamaño de las olas. Cuando el mar estaba planchado, era Mar 1 o Cero. De ahí, a medida que se empezaban a formar "corderitos", que eran las olas chiquitas que aparecían en el horizonte, ya era Mar 3, Mar 4. Y, a medida que se iban haciendo más grandes las olas, aumentaba la escala. En nuestro caso, cuando estuvimos en las balsas, tuvimos Mar 7, Mar 8 y, en algún momento, Mar 9, porque las olas que había en ese momento eran algo impresionante. Olas de diez o quince metros, ¡son cuatro pisos de un edificio! Y la profundidad hace que el oleaje sea mucho mayor.
Por momentos hubo ráfagas de viento de hasta ciento veinte kilómetros. Por eso se cortaron las ligaduras que las unían. Los costados de las balsas eran de goma y los tirones, por las olas y el temporal, eran tremendos. Si no se cortaban esas ligaduras, las balsas se hubieran destruido.
El rescate
Durante la travesía, en nuestro caso no se habló. No se contaron historias. Sacamos agua, nos mantuvimos calentitos y rezamos. Dentro de la barrica había una jarra para sacar el agua que ingresaba por el oleaje. Algo fundamental que hicimos fue mantenernos activos para no congelarnos, porque a medida que avanzábamos, lo hacíamos en dirección a la Antártida. Es decir, hacía cada vez más frío.
Había que mantener la circulación sanguínea. Desde el momento en que uno se queda quieto, al rato empieza a sentir frío. Nos pasa cuando estamos en casa, ¿y qué es lo primero que hacemos? Nos frotamos las piernas, los brazos. Es algo instintivo. En la balsa estábamos con las medias nomás, ¡y mojadas! Al que lo cubrí con la manta, cada vez que me ve, me dice: "Todavía te debo la manta". [Risas]
Al otro día [3 de mayo], cerca de la una de la tarde fuimos avistados por el avión que nos andaba buscando. Y a eso de las cuatro apareció el Aviso Gurruchaga, que fue el que nos rescató. Veníamos todos amontonados, pero ese barco nos dio todo lo que tenía, hasta ropa de su tripulación. Ese es mi segundo hogar, desde aquel día.
Cuando nos rescataron, uno piensa que está entero; pero el estado físico no estaba nada bien. Desde aquella vez que había salido con ganas de orinar y nos atacaron y hundieron, recién pude hacerlo al otro día, como a las seis de la mañana. Evidentemente, el momento de tensión se antepuso a todo, inclusive a las necesidades biológicas más básicas. De todos modos, creo que lo importante fue que pudimos salvar a un montón de gente.
Cuando nos rescataron, estábamos calentitos en el Aviso. Nos dieron de comer. Allí comí el sándwich más rico de mi vida, que era una fetita de carne (si uno la miraba al trasluz, era transparente), con una rosetita. ¡Pero fue el más rico que comí en mi vida! A nuestra balsa la rescataron cerca de las seis de la tarde del día 3 mayo de 1982.
No es oscuro ni de día en esa región. Es una penumbra permanente. Nos rescataron a setenta millas en dirección a la Antártida, porque el oleaje nos fue arrastrando hacia ese sector. Aproximadamente, unos ciento veinte kilómetros estuvimos en la travesía. Las balsas, estuvieran vivos o muertos, levantaron a todos los que hallaron en el agua. Y los buques cargaron a todos los que iban en las balsas, también, vivos o muertos.
Cada gente que vivió esto, tiene una manera de verlo. Como al submarino inglés que atacó el crucero no lo vimos nunca, mientras estuvimos en las balsas, el temor de todos era que pasaran aviones y nos hundieran, aunque el tratado internacional dice que los náufragos deben ser rescatados por cualquier buque, así sea enemigo. Porque es un acto humanitario.
Navegamos con el Aviso y nos llevaron a Ushuaia. Ahí nos cambiamos de ropa otra vez, ya cuando bajamos a tierra. Otros buques continuaron patrullando en la zona. Todas las balsas fueron rescatadas, con vivos y muertos, y heridos también. Los muertos fueron llevados al continente. Yo no tuve ni heridos ni muertos en la balsa. Lo único que tuve fueron mojados, ni siquiera congelados, porque nos ayudó mucho la cantidad de gente que venía en la balsa.
En Ushuaia nos llevaron a la base naval, además de ropa nos dieron de comer y después, por contingentes, fueron saliendo aviones de la Armada hacia Río Grande.
Tensiones
Ya en Puerto Belgrano nos llevaron al Hospital Naval, nos hicieron una revisación y después nos dieron unos días de licencia, para ir a ver a los familiares.
La información que le llegaba a nuestras familias era en cuentagotas. A medida que rescataban balsas, iban tomando un registro de las personas. En el caso mío, yo no figuraba en ningún lado. Mi señora, en ese momento, estaba en Azul. Se vino cuando yo me embarqué en el Crucero Belgrano.
En ese momento estábamos en Punta Alta y había ejercicios de oscurecimiento en toda la población. Todas las casas debían estar cerradas y con las luces apagadas. No podía salir ningún rayo luz hacia afuera. Los autos andaban con los focos que parecían de linterna. Todo eso era para prevenir ataques, aunque era algo muy relativo porque para bombardear se utilizaban las coordenadas. Si querían, los ingleses nos bombardeaban igual. Pero esto es algo que vivió la sociedad de Punta Alta y abarcaba desde Coronel Dorrego hacia el sur. De allí para el norte era otro mundo. Como si fuese otro país.
Cuando nos reencontramos con la familia, fue algo muy emotivo. Después pude ir a visitar a mis padres a San Juan y, cuando volví, me tuve que presentar en Puerto Belgrano. Estuve un tiempo, terminé un curso y me salió el pase para Azul. Eso se repitió una vez más y, después, ya me quedé aquí, con mi señora y mis tres hijos. La contención familiar fue muy importante para mí. Y el hecho de tener trabajo, de seguir en actividad. Nunca perdí el ánimo de hacer cosas. ¡Y sigo así!
Las dos opciones
Yo siempre tuve la idea de que, mientras estuviera a flote el Belgrano, si llegaba a pasar algo, nunca me iba a tirar a una balsa, salvo que no hubiera otra alternativa.
Uno, cuando ve el mar, es una inmensidad impresionante. Y cuando hay un mar picado, como el que nos tocó, es algo terrible. Cuando el comandante Bonzo dio la orden de abandono, realmente fue porque no había otra opción.
Fue un hecho inédito en el mundo: la cantidad de sobrevivientes que hubo y en esa zona, con sus características. El clima que había, totalmente hostil. Fue algo que no se dio en ninguna otra parte del mundo.
En un momento me había dado miedo lo que había vivido, por la magnitud de lo que había sido. Yo me puse a pensar lo que había vivido y me dije: tengo dos opciones, o sigo pensando y perjudicándome cada vez más a salud, o lo tomo como un fin de semana trágico. Opté por la segunda opción.
EL DATO
El testimonio que aquí se publica es el fragmento de un capítulo del libro "Azuleños en la Guerra de Malvinas, del autor de este artículo, que se encuentra en proceso de conclusión. En tal sentido, se incluyen las experiencias personales de quienes participaron directamente, en territorio, en el conflicto bélico de 1982.
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